Marchita: una Yerma sin máscaras
- Jose Raul Acosta
- 20 abr
- 6 Min. de lectura
Miami, 20 de abril de 2025-La Sala Artefactus acoge Marchita, una reinterpretación de Yerma de Federico García Lorca, intervenida por Erom Jimmy Cuesta y dirigida por Juan Roca para la Compañía Havanafama. Esta versión no se limita a revisitar el clásico, sino que hurga en sus intersticios, desplegando las pulsiones ocultas del texto original y llevándolas a un primer plano descarnado. La obra conserva el núcleo trágico lorquiano—la obsesión de Yerma por la maternidad frustrada—pero lo sumerge en un universo visual y sonoro que amalgama lo español, lo africano y lo caribeño, creando una alegoría contemporánea sobre la identidad, los roles de género y la represión social.

En la primera escena, en lugar del folclore español que muchos esperarían, la obra inicia con una explosión de danza africana coreografiada por Dairin Valdés, mientras los actores, ataviados con faldas inspiradas en deidades yorubas, avanzan con movimientos que incitan al trance. El vestuario, diseñado con colores neutros, pero con detalles de abstracción geométrica, uniformiza a los personajes, diferenciándolos solo por el maquillaje—una elección que sugiere la homogenización impuesta por la sociedad, que cambia a medida que se desarrolla la puesta debido a las acciones de cada personaje. Esta mezcla de referentes—africanos por la danza y el vestuario, españoles por el texto y la música, cubanos y miamenses por el contexto de producción— refleja el cruce de culturas que define la identidad de Miami, y alienación de quienes habitan en el limbo de interinfluencias del mundo contemporáneo.
La escenografía, desarrollada por Juan Roca, está cargada de simbolismo; dos portones de marcos rojos (umbrales entre lo público y lo privado, lo real y lo imaginado) y un paisaje de plantas marchitas que refuerzan el título y el tema de la obra. Esta elección enfatiza la dualidad entre vida, originalidad, y represión. El humo que envuelve a María, el agua ausente de su jarra, las flores mustias en contraste con los tonos vibrantes del maquillaje de Víctor y Julia—todo construye un universo poético donde lo estéril y lo fértil se enfrentan constantemente.

El diseño de maquillaje, a cargo de Rafael Farello, combina los elementos de naturaleza -ya planteados en la escenografía- con alusiones al maquillaje egipcio que alargan las líneas combinando colores ocres con otros más vibrantes. Esto ofrece un espectáculo visual inspirado, según el programa de mano, en la obra de Luis Molina.
El trabajo actoral es notable por su capacidad de navegar entre el lirismo lorquiano y las exigencias de una dirección que privilegia la imagen y el extrañamiento sin renunciar al desborde emocional.

Dairin Valdés (Yerma) lleva el peso trágico con una interpretación que transita de la resignación silenciosa al paroxismo. Valdés logra combinar la imagen escénica estática que exige la poética de la puesta, con una inyección de veracidad y potencia en la encarnación de un personaje tan fractal como el que interpreta. En los primeros actos, su Yerma es casi etérea, moviéndose con una suavidad amarga, como si ya anticipara su destino. Sin embargo, en sus últimas interacciones con Juan (Rei Prado), su voz llega hasta quebrarse en gritos desesperados. En la escena final, cuando, después de un pathos extendido, ejecuta su acto trágico, su furia es genuinamente visceral. Valdés, por consiguiente, logra hacer creíble que Yerma no mata por el hijo que nunca tendrá, sino por la mentira en la que ha vivido.

Rei Prado (Juan) encarna lo que podría parecer el arquetipo de una masculinidad tóxica. Su tono con Víctor (Rafael Farello) es cálido, casi susurrante, revelando una homosexualidad reprimida que la adaptación explicita. Con Yerma, en cambio, resulta autoritario, con una presencia física que compite por dominar la escena. Con una alta dosis de espontaneidad, Rei Prado perfila a su Juan combinando la aspereza, los gritos, con un personaje herido y dañado por la misma sociedad que le ha endilgado una esposa que no reconoce.

Rafael Farello (Víctor) destaca por su potencia vocal y su manejo de los contrastes de su cuerpo con su Sátiro. Con su personaje de Víctor—un hombre de campo rudo pero dotado de una alta sensibilidad Farello trabaja con varios matices: en sus miradas, tonos, gestos de caricias y pausas vibra una ternura que se contrapone con su figura y su voz imponente.

Verónica Cancio De Grandy (Julia y Ninfa), por su parte, también se apropia de la ambigüedad para ofrecer un personaje lo más humanizado posible. Sus movimientos poseen la gracia de una muchacha joven, pero sus palabras y tonos de voz están cargados de una sabiduría ancestral. Con su Ninfa, Cancio De Grandy desarrolla, probablemente, el personaje más lorquiano—un espíritu libre que, como la Luna en Bodas de sangre, empuja a Yerma hacia su destino, un clásico Destinador, según el modelo actancial de Greimas que, en este caso, sabe cómo suavizar y convencer, con suma sensualidad, a una Yerma cerrada a todo entendimiento.

Diana Restrepo, en el rol de María, aparece envuelta en un aura de humo y misterio, casi como una aparición surrealista que flota entre el mundo real y el simbólico. Su presencia evoca lo onírico—un eco de los espíritus que habitan el teatro lorquiano—pero sin caer en lo artificioso. Restrepo maneja con precisión ese equilibrio entre lo etéreo y lo concreto, dotando al personaje de una ambigüedad que lo hace tanto inspirador como inquietante. Cuando se transforma en Lavandera 1, ese misticismo se desvanece para dar paso a una mujer terrenal, cuyos comentarios mordaces y gestos pueblerinos aportan ironía y crudeza al relato.

Por su parte, Adelaida Rivero, en el rol de Lavandera 2, encarna la sabiduría práctica, esa que solo otorga la experiencia de vivir tantos años en el mismo pueblo y sus enredos. Su personaje es contenido y observador, pero no por ello menos incisivo y humorístico. Habita una sagacidad en sus silencios y una ironía en sus miradas, que delatan el desparpajo de quien ha visto demasiado y ya no se sorprende fácilmente. Rivero, con este personaje y en la Hermana de Juan, logra algo fundamental: interpretar con una naturalidad tan orgánica que parece no estar actuando, sino existiendo dentro de ese mundo rural asfixiante e hipócrita.
Juan Roca, el director, abandona aquí su habitual espectacularidad visual para optar por un lenguaje más austero, evitando artificios escénicos complejos y subrayando una narrativa frontal que interpela al espectador. Roca emplea técnicas contemporáneas para enfatizar temas como la performatividad social y la desconexión humana, evocando influencias de Bob Wilson y Richard Schechner, aunque con una intensidad caribeña que oscila entre el dominio y el desborde. Los personajes a menudo observan al público en lugar de interactuar entre sí, rompiendo la cuarta pared para enfatizar el concepto de la incomunicación intrínseca que los define.
La escena final es magistral en su enfoque: los actores, inmóviles, observan al espectador mientras cantan una copla popular, dirigida por Julie De Grandy. En este tema musical el público se siente como si fueran los verdaderos jueces y culpables de la tragedia. Este recurso—que evoca el distanciamiento brechtiano—refuerza la idea central: Yerma no es una víctima pasiva, sino el producto monstruoso de una sociedad que valora las apariencias sobre la autenticidad.

Marchita es un espejo deformante que refleja las obsesiones de nuestro tiempo. La fijación de Yerma por la maternidad se convierte aquí en una metáfora de cualquier meta vacía, impuesta por convención social y reforzada por la hipocresía de las redes sociales en la actualidad. En la escena final, cuando los actores nos observan fijamente, queda claro que el verdadero drama no es el de Yerma, sino el de una sociedad que prefiere opacar nuestras verdades, para reverenciar a una verdad impostada y construida desde el oportunismo.
Marchita es, por ende, un clásico que nos hace reflexionar sobre la realidad actual, lo que debería ser el objetivo de todo director que revisita un texto de esta índole. Marchita es una obra cuidadosamente ejecutada, que nos remueve y deleita con lo magistral de sus recursos y, sobre todo, demuestra que Lorca, hoy, duele más que nunca; recordándonos que tras las máscaras solo queda el alma marchita de quienes viven para ser vistos.
Autor: Jose Raul Acosta
Fotos: Julio de la Nuez, Alfredo Armas y Alicia Lora
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